miércoles, 5 de abril de 2006

LA INAUGURACIÓN: Historia de un viaje o crónica de una odisea

De fondo cómo si se tratase de la banda sonora de una película, suena el reactor de un avión despegando, demasiado fuerte, incluso diría que algo molesto quizás sobretodo por el mero hecho de tener el monitor pegado a mi espalda. Es ese reactor que anuncia cuando hemos llegado a la cifra de mil candidatos nuevos inscritos en nuestra web, es decir, que cada mil candidatos se puede escuchar por toda la sala el avión despegar. A menudo no sé que decirles a los clientes cuando estoy hablando con ellos por teléfono y oyen, en medio de la conversación, el sonido este; deben de pensar que en realidad estoy trabajando con un portátil en plena azotea de un edificio cerca del Aeropuerto.

Nos levantamos mi acompañante y yo, escasos segundos antes de oír este sonido, por casualidad, por sincronicidad. Es la hora de irnos hacia el Aeropuerto del Prat. No disponemos de mucho tiempo, así que salimos a la calle con el equipaje a cuestas y el paso acelerado. No llevamos mucha ropa en las mini maletas ninguno de los dos, un día y medio no da para vestirse y desvestirse muchas veces, así que ya habíamos hablado de economizar espacio para no tener que facturar los equipajes.

Dos pasos en la calle y el sol aprieta más que en verano. Vamos hablando de camino a la estación de Sants de la señal acústica del avión y de la broma que en esos momentos les había hecho a los compis mientras nos despedíamos.

Entramos en Sants y nos dirigimos a las ventanillas de RENFE, dónde se nos informa que no hay un tren directo hacía el Aeropuerto debido a unas obras y que hay uno que para en el Prat y la compañía pone un Autocar-lanzadera para el Aeropuerto, pero que tarda un poco.
Decidido, cogemos un taxi. Una vez subidos y dadas las indicaciones pertinentes al taxista nos damos cuenta que no llevamos más de 10 euros entre los dos encima, y el taxista no acepta tarjetas de crédito, ni aunque yo amarase una de las mayores fortunas del continente. Sencillamente y reproduciendo las mismas palabras del taxista: “Es que pa’ qué, poca gente me lo pide, y no me sale a cuenta tener el cacharro ese”. De esto estoy seguro amigo taxista, subidos en un Skoda de hace 10 años, comprar un GPS o un lector de tarjetas de crédito elevaría el taxi a la categoría de nave interestelar. En fin, resignación y paciencia, pero sobretodo a disfrutar del viaje.

Mi acompañante y yo no paramos de hablar en todo el trayecto, alegres, despreocupados, pero sobretodo ilusionados, ya que no todos los días podemos ir a Madrid para ver y estar con las personas que más hablamos a lo largo de nuestra jornada laboral, ya sea por teléfono o por correo electrónico.
Por fin llegamos al Aeropuerto del Prat, salgo del coche en busca de un cajero automático mientras ella se queda cómo improvisada rehén.

Murphy y prisas significan que de los cuatro cajeros disponibles el único que está fuera de servicio es el de mi entidad bancaria. Fantástico a pagar comisión!. Por mi cabeza me pasan infinidad de insultos, poco bonitos todos ellos, y que por decoro no pienso reproducir. Pues nada, que he de hacer cola. Sí, sí, cola, aunque delante de mí sólo hay una chica con una maleta negra. Escojo mal supongo, pero en los otros dos cajeros restantes hay más gente esperando. Minuto y medio después entiendo el porqué. La chica ya llevaba por lo visto un par de minutos peleándose con el teclado y la pantalla táctil. Empiezo a sudar e impacientarme, sufro por mi amiga, no hemos ni empezado el viaje y seguro que ya me está maldiciendo, o lo que es aún peor, que el taxista le de por hablar y darle conversación, esa conversación típica y estúpida de suelen soltar los taxistas.

Toso cómo si tuviera tuberculosis para hacer presión, y miro el reloj con un gesto de tal fuerza y energía que un poco más y me disloco la muñeca y casi saco un ojo a una dulce parejita de ancianos ingleses que tengo al lado en la otra cola.

“¿Estará atracando el cajero?” –me pregunto-. Tres minutos después abandona el cajero como si nada, sin signos de nerviosismo o vergüenza, sin inmutarse por la cola, ahora sí, que ha conseguido generar. Y sólo ha sacado 50 euros. Impresionante, me consuelo pensando que quizás por fin haya comprendido los entresijos de las entidades bancarias y los tipos de interés, o bien, en mejor de los casos (mi imaginación a veces acierta) que lo que en un principio parecía un simple reintegro de dinero se haya convertido en una complicada operación de blanqueo de dinero de los capos mafiosos de la Barceloneta, y por eso su tardanza.

Saco el dinero en una operación digna del equipo de boxes de Fernando Alonso, y en 54 segundos tengo el dinero en mi poder y estoy saliendo por la puerta giratoria de la calle en su busca y pagar el rescate que nos permita irnos a comer antes de coger el vuelo hacía Madrid.
Mi sufrida amiga me mira y por la palidez de mi rostro imagino que sabe que algo ajeno a mi voluntad a pasado porque me sonríe con complicidad. Le pago al taxista mientras entre dientes me intento justificar con alguna excusa diciendo que he visto a mi ídolo de infancia, a Batman paseando por la terminal, imaginando así que el taxista no le prestará la más mínima atención a mis palabras. En efecto, ni me escucha, coge el billete y me devuelve el cambio. Una vez pagado el rescate, y mi amiga ya en mi poder sana y a salvo, nos disponemos a comer un simple bocadillo o algo parecido, treinta y cinco minutos no dan para pegarse un atracón. De forma unánime escogemos un Pans & Company.

De seguida tenemos claro que bocadillo pedir. Empieza pidiendo ella, y necesita repetir el nombre del bocadillo cuatro veces para que el chico de la caja le entienda, y eso que su castellano es perfecto. Caramba pensamos, cinco personas en las cajas y nos toca el único sin una neurona. Visualmente buscamos al encargado/a, pero no hay suerte en nuestro escaneo visual digno de Terminator. Me toca pedir, aprovechamos el resto del cambio del tiquet Sodexho, pero maldita nuestra suerte, el chaval no sabe ni sumar ni restar de cabeza y hemos de ser nosotros quienes le decimos el importe excedente y lo que he de pagar yo restante. Lo introduce en la caja registradora y tres teclas después se equivoca. Se pone rojo y empieza a mascullar algo incomprensible y cómo si lo hubiera olido se presenta la encargada para ver que ocurre. Se lo queda mirando con cara de pena y como la supernani de la tele le explica lo que ha de hacer y teclear.
Conseguimos los bocadillos y las bebidas en 6 minutos, pero viendo el panorama aún nos ha salido barato de tiempo pienso en voz alta. Nos zampamos los bocadillos en un santiamén y vamos a recoger los billetes. Ahora sólo nos queda esperar la hora del embarque previsto. Veinte minutos que pasan volando.

Nos subimos al avión a la hora en punto y nos sentamos. Mi amiga se pide la ventana, pero también la pido yo, por discutir, por pura diversión. Cedo rápido cuando me amenaza en no hablarme lo que queda de viaje. Me siento en el del medio. Diez minutos después llega un ejecutivo con una maleta de piel y la educación de un Neandertal, y de muy malas maneras le dice a ella que se levante que es su asiento y que para eso ha pagado el billete con ventana.
Empiezo a cerrar los puños con rabia, con firmeza, y mis nudillos se impacientan, desean golpear y estrellarse en los pómulos del energúmeno con corbata. Pero finalmente sin oponer resistencia alguna se levanta y nos desplazamos un sitio, efectivamente nos hemos confundido de asiento. Nos acercamos los dos para hablar bajito y comentar la jugada y le digo a mi amiga, mejor dicho le afirmo, que a este tipo le amargo los cuarenta y cinco minutos del trayecto en avión. Consigo lo propuesto, y el tío tiene que dejar de leer y subrayar el BOE del martes pasado incapaz de concentrarse.

Nos disponemos a pisar suelo madrileño y a buscar la salida del Aeropuerto. Ocho minutos de andar y cuando podemos preguntar a una persona de nuestro lado que no sea de otra nacionalidad, nos dicen sonriendo que vamos en dirección contraria. Pues nada, a girarse toca, otros ocho minutos ya son dieciséis en total y sumando. Por fin vemos la puerta con unos coches aparcados fuera e interpretamos que se trata de la salida, pero en lugar de eso entramos en el aparcamiento para alquilar coches. Nos paramos y nos ponemos a reír, casi desesperados, y nos encendemos un cigarrillo, no vendrá de tres minutos pensamos.

Entramos de nuevo, y volvemos a preguntar y una chica muy amable nos da unas indicaciones como si en verdad hubiéramos nacido en barajas, ergo, no entendemos nada pero continuamos caminando. En el horizonte otra salida. Una vez fuera vemos una batería de taxis dejando pasaje. Intentamos coger uno pero nos dice el taxista que es la zona de llegada y que la parada de taxis está justo un piso por debajo. Murphy hace acto de presencia de nuevo, y una vez hemos bajado las escaleras mecánicas delante de nosotros una magnífica bifurcación sin cartel alguno. Por suerte, aparece una pareja de la Policía Nacional subidos en su resplandeciente cochecito cómo el de los campos de golf. Los paramos, mejor dicho, andamos a su lado por la cinta transportadora del suelo. No me quiero ni imaginar la imagen que debíamos de dar. En fin, que nos indican la salida. Mientras tanto han pasado otros preciados veinte minutos de reloj, si le sumamos lo anteriores dieciséis, llevábamos acumulados hasta ahora unos flamantes treinta y seis minutos de pérdida por barajas.
Puedo asegurar que me sentía cómo Tom Hanks en el film La Terminal, incluso me llegué a imaginarme a mi mismo diez años después vagando por Barajas sin patria, sin poder abandonarla.

A lo lejos un letrero de salida y una batería de taxis, esta vez sí, esperando pasaje. En mi cabeza empieza a sonar la pieza O Fortuna de la obra Carmina Burana de Carl Orff. Me emociono casi hasta el punto de soltar una lágrima.
Nos subimos por fin en el taxi blanco con franja roja característico de Madrid y le indicamos la calle del hotel al taxista añadiendo la coletilla: “tenemos algo de prisa, el avión iba con retraso y vamos con el tiempo justo…”. Es mentira, lo sé, pero no tengo estómago para contarle la verdad de nuestra odisea por la Terminal 2 de Barajas.
Lo entiende y nos hace un cálculo casi exacto del tiempo que tardará en llegar al Hotel para tranquilizarnos (seguro que ha visto Collateral de Tom Cruise pienso esta vez en voz baja). Mientras acierte y lleguemos a tiempo, cómo si se ha visto treinta veces Ben Hur y utiliza el Paseo de la Castellana como si su taxi fuera una cuadriga y se dedicara a envestir los coches de los lados.

Por muy poco el taxista acierta en su cálculo temporal, pero llegamos a las 18:03h a la recepción de Hotel. Mientras yo fantaseaba con lo de las cuadrigas y me imaginaba con el pilum romano dando a los contrincantes en nuestra particular carrera, mi sufrida compañera de aventuras había llamado a las compañeras de la oficina de Madrid para saber exactamente la hora del cocktail de inauguración.

Sólo nos quedan 35 minutos para que nos den la llave de las habitaciones, subamos, nos aseemos un poco y nos cambiemos de ropa para salir. Y lo peor de todo es cuando le dicen que los chicos irán en traje y ellas con vestido de noche. A la pobre le cambia el rostro, hemos traído ropa de arreglar pero ni mucho menos de etiqueta. Para que se calme un poco le digo que ni se preocupe que no nos habían dicho nada, por lo que estamos exentos de dicho protocolo y que siempre nos podemos hacer pasar por los informáticos de sistemas, que son gente sin complejos y se les permiten cualquier excentricidad al igual que a los locos. No puedo evitar reírme mientras lo digo.

Una vez las llaves de las respectivas habitaciones en nuestro poder, sincronizamos los relojes y quedamos que en veinte minutos la paso a buscar por su habitación, la 324. Entro en la mía la 121 y dejo volando la maleta encima de una silla, lleno la bañera de agua mientras me preparo la ropa encima de la cama.
Me meto dentro del agua y cierro los ojos un momento, dejando el móvil a un lado. Imagino que entro en fase R.E.M. porque no recuerdo nada de nada sólo el despertar brusco del sonido del móvil. Lo cojo de seguida, es mi amiga preocupada, me está esperando y ya está lista para irnos. Le digo que me estoy vistiendo y que tardo un par de minutos. Mentira, y de las grandes, porque aún estoy sumergido en la bañera con una leve capa de espuma y los dedos más arrugados que unas pasas. Salgo volando intentando no resbalar. Me falta poco para no romperme la crisma cuando calculo mal la distancia entre mi pie izquierdo y la toalla del suelo, y empiezo a patinar como haciendo Snowboard hasta el mármol y el grifo. Me visto más rápido que nunca sin fijarme en realidad si me he puesto los pantalones en lugar de la camisa y viceversa, y subo los escalones a trote de dos en dos (los ascensores suelen tardar más que mis piernas).
Llamo a la puerta de su habitación mientras cojo grandes bocanadas de aire. Sólo dos pisos y ya tengo la espalda empapada en sudor. Me quito la chaqueta y bajamos hacia la calle. Un vez allí, preguntamos por el nombre de la calle, y en 5 minutos estamos en frente de las nuevas oficinas.

Dios santo!!! Casi me coge un ataque al corazón cuando veo la enorme bandera al final de la calle Génova, está situada en medio de la plaza Colón, con un mástil blanco igual o más enorme que el trozo de tela. Imaginaros un molino eólico sin las aspas y con la bandera nacional ondeando al viento.

(Continuará…)