…Owen se encontró otra vez con su amigo James después del intrincado viaje en coche, y que se habían separado para saludar a la gente que también había llegado antes. James era un castor de unos enormes ojos de color miel, con una inclinación natural y casi obsesiva hacía el exhibicionismo, en todas sus facetas; poseía unos magníficos dientes delanteros blancos como la leche, que traían de cabeza a todas las ardillas y demás animales del sexo femenino y algunos del masculino de toda la comarca de Isinmuth, cerca del condado de Playsmouthor, uno de los centros estatales de recogida de alcachofas y trigo integral liofilizado efectuados con los pies, y recolectados artesanalmente de rodillas.
James le contó a su amigo mientras hacían el café juntos en uno de los descansos antes de cantar, que un día, se acerco al río para realizar su diaria y vespertina limpieza de sus partes más íntimas (el hecho de ir desnudo por el bosque todo el día, ensucia mucho) se acercó tanto al río que llegó a ver a unas crías jovencitas de cocodrilos juguetear entre ellos mientras mordían el trasero de un pobre puerco espín, cuyas espinas que le protegían se le estaban cayendo debido a una alopecia galopante de carácter hereditario.
James se quedó aún más perplejo, cuando vió que una de las crías, de nombre Julius, o al menos eso le pareció oír por los gritos que estos se lanzaban, increpó a sus hermanos arreándoles unas bofetadas por su deshonroso comportamiento. Los hermanos, anonadados y doloridos por el escozor de las galletas que con tremenda fuerza habían recibido de su propio hermano mayor, se pusieron a llorar desconsoladamente, mientras susurraban algo incomprensible. No entendían el porque alguien de su propia sangre les había pegado de esa manera, pero James, les dijo que había un pacto en todo el bosque, y que siempre se había respetado, consistía en dejar que crecieran para ponerlos a trabajar y en por ende subiría el producto interior bruto de la exportación de alcachofas del bosque para la cotización en Bolsa.
Unas palmadas al aire de la gente que organizaba el evento sirvieron para indicar que el descanso había finalizado y debían volver a sus puestos para seguir cantando unos y tocando instrumentos de percusión otros. Owen empezaba a notar los pies algo que hervía dentro de sus zapatos. Era el cansancio de estar de pie durante 4 horas y la cosa prometía seguir de igual modo hasta la esperada hora de la cena de Navidad de la empresa. Poder sentarse y dejar de hacer más el payaso de lo que habitualmente hacía en la oficina. Owen decidió mover los labios para simular que estaba cantando mientras le deba vueltas a la cabeza para encontrar un final para el cuento que empezó a escribir en unas servilletas en el desayuno.
Hasta estos instantes sólo tenía escrito lo siguiente:
Érase una vez, en un país muy, muy, pero que muy lejano...
Vivía una rana, de nombre Hermenegildo, la cual tenía un don especial para rellenar las albóndigas de carne con piñones de tres en tres cada vez en menos de un segundo, y le añadía algunos frutos secos, que recogía de vez en cuando en sus frecuentes paseos por el bosque en las frescas tardes otoñales del país de Cachipum, para darle un toque personal a sus guisos.
Un día, en un de sus habituales paseos en busca de frutos secos, oyó un grito espeluznante, aterrador, escalofriante, y al cabo de unos segundos unos terribles sollozos. Intrigado, Herme (que era cómo le llamaban sus más preciados amigos), se acercó entre la maleza, dónde le había parecido oír los gritos iniciales, y se encontró con una ardilla llena de sangre y las manos temblorosas, sollozando y balbuceando frases inconexas.
La sangre empapaba la ropa de arriba debajo de la pobre ardilla. Entre sollozos consiguió explicarle lo que le había ocurrido, instantes antes, no muy lejos de allí, cerca del riachuelo que atravesaba la calle principal de Cachipum. Por lo visto, Arnaldo, que era como se llamaba la ardilla en realidad aunque todo el bosque lo conocía por el "tijeretas", se había discutido con un primo suyo castor, que aunque era primo adoptado (evidente llegados a este punto hemos de matizar y dejar claro unos conceptos, ya que si tenemos en cuenta que aunque dos ardillas se acuestan y mantengan sexo desaforado, aunque una de ellas sea culturista, nunca puede nacer un castor, explicado esto continuamos con el cuento)...
Arnaldo, con los ojos bañados en lágrimas, le contó a Herme su triste historia de cómo logró salvarse de la muerte, y de cómo no pudo salvar al resto de su familia y vecinos, del final cruel que les aguardó, sin proponérselo, sin esperárselo, sin intuirlo si quiera.
Por aquella época, Arnaldo y su familia vivían a las afueras de Cachipum, cerca del lago natural de YorksireOwn, en una casita de madera de dos plantas, con unas vistas excepcionales del lago y de la montaña de piedra. En ella vivía su primo, su tía Cloe (recientemente divorciada) y sus abuelos maternos. Su vida hasta esos momentos había transcurrido con total normalidad, sin nada que hiciera sospechar lo que les ocurriría meses más tarde…
(CONTINUARÁ…)
James le contó a su amigo mientras hacían el café juntos en uno de los descansos antes de cantar, que un día, se acerco al río para realizar su diaria y vespertina limpieza de sus partes más íntimas (el hecho de ir desnudo por el bosque todo el día, ensucia mucho) se acercó tanto al río que llegó a ver a unas crías jovencitas de cocodrilos juguetear entre ellos mientras mordían el trasero de un pobre puerco espín, cuyas espinas que le protegían se le estaban cayendo debido a una alopecia galopante de carácter hereditario.
James se quedó aún más perplejo, cuando vió que una de las crías, de nombre Julius, o al menos eso le pareció oír por los gritos que estos se lanzaban, increpó a sus hermanos arreándoles unas bofetadas por su deshonroso comportamiento. Los hermanos, anonadados y doloridos por el escozor de las galletas que con tremenda fuerza habían recibido de su propio hermano mayor, se pusieron a llorar desconsoladamente, mientras susurraban algo incomprensible. No entendían el porque alguien de su propia sangre les había pegado de esa manera, pero James, les dijo que había un pacto en todo el bosque, y que siempre se había respetado, consistía en dejar que crecieran para ponerlos a trabajar y en por ende subiría el producto interior bruto de la exportación de alcachofas del bosque para la cotización en Bolsa.
Unas palmadas al aire de la gente que organizaba el evento sirvieron para indicar que el descanso había finalizado y debían volver a sus puestos para seguir cantando unos y tocando instrumentos de percusión otros. Owen empezaba a notar los pies algo que hervía dentro de sus zapatos. Era el cansancio de estar de pie durante 4 horas y la cosa prometía seguir de igual modo hasta la esperada hora de la cena de Navidad de la empresa. Poder sentarse y dejar de hacer más el payaso de lo que habitualmente hacía en la oficina. Owen decidió mover los labios para simular que estaba cantando mientras le deba vueltas a la cabeza para encontrar un final para el cuento que empezó a escribir en unas servilletas en el desayuno.
Hasta estos instantes sólo tenía escrito lo siguiente:
Érase una vez, en un país muy, muy, pero que muy lejano...
Vivía una rana, de nombre Hermenegildo, la cual tenía un don especial para rellenar las albóndigas de carne con piñones de tres en tres cada vez en menos de un segundo, y le añadía algunos frutos secos, que recogía de vez en cuando en sus frecuentes paseos por el bosque en las frescas tardes otoñales del país de Cachipum, para darle un toque personal a sus guisos.
Un día, en un de sus habituales paseos en busca de frutos secos, oyó un grito espeluznante, aterrador, escalofriante, y al cabo de unos segundos unos terribles sollozos. Intrigado, Herme (que era cómo le llamaban sus más preciados amigos), se acercó entre la maleza, dónde le había parecido oír los gritos iniciales, y se encontró con una ardilla llena de sangre y las manos temblorosas, sollozando y balbuceando frases inconexas.
La sangre empapaba la ropa de arriba debajo de la pobre ardilla. Entre sollozos consiguió explicarle lo que le había ocurrido, instantes antes, no muy lejos de allí, cerca del riachuelo que atravesaba la calle principal de Cachipum. Por lo visto, Arnaldo, que era como se llamaba la ardilla en realidad aunque todo el bosque lo conocía por el "tijeretas", se había discutido con un primo suyo castor, que aunque era primo adoptado (evidente llegados a este punto hemos de matizar y dejar claro unos conceptos, ya que si tenemos en cuenta que aunque dos ardillas se acuestan y mantengan sexo desaforado, aunque una de ellas sea culturista, nunca puede nacer un castor, explicado esto continuamos con el cuento)...
Arnaldo, con los ojos bañados en lágrimas, le contó a Herme su triste historia de cómo logró salvarse de la muerte, y de cómo no pudo salvar al resto de su familia y vecinos, del final cruel que les aguardó, sin proponérselo, sin esperárselo, sin intuirlo si quiera.
Por aquella época, Arnaldo y su familia vivían a las afueras de Cachipum, cerca del lago natural de YorksireOwn, en una casita de madera de dos plantas, con unas vistas excepcionales del lago y de la montaña de piedra. En ella vivía su primo, su tía Cloe (recientemente divorciada) y sus abuelos maternos. Su vida hasta esos momentos había transcurrido con total normalidad, sin nada que hiciera sospechar lo que les ocurriría meses más tarde…
(CONTINUARÁ…)
Shiny Happy People – R.E.M.
2 comentarios:
Acabo de leer las dos partes de la historia. Es fantástica, pero llena de un mundo simpático de animalillos.
A ver como sigue.
tengo unas ganas locas de leer la tercera parte!!
que grande es Owen! ;)
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