Salimos del Hotel, saludando con la cabeza a los dos chicos de recepción, los cuales nos siguen con sus miradas clavadas en el trasero de mi compañera de viaje, con ánimo alevoso imagino, haciéndole una resonancia magnética con los ojos para retener en su retina las curvas y grabarlas en sus cerebros para futuras relecturas. Y por supuesto asumo que no se han fijado en mi.
Una vez en la calle, y después de la constante insistencia de mi compañera, preguntamos a un transeúnte la dirección de la calle Génova. Amablemente nos indica con las manos y cuatro fases el lugar exacto. Algo muy obvio si tenemos en cuenta que el hotel está sólo a dos calles. Empezamos a andar y sigue diciendo cada dos pasos si sé por dónde voy. Miro de tranquilizarla diciéndole que dos mil años de evolución humana y aún no me han matado mi instinto de orientación del macho Neandertal que llevamos todos dentro. Y sin errar en los pasos nos encontramos en la esquina de la dicha calle. Giramos el quiosco de la esquina y al girar la cabeza a la vez nos damos el susto de nuestra vida. Ahí estaba ella. La había visto por televisión, en alguna foto en el diario, pero el choque con la cruda realidad me sobrelleva el alma.
Pedazo bandera la condenada!!! Se me escapa en voz alta sin fijarme si la gente que pasa a nuestro lado nos está escuchando. Necesito coger aire y me pongo la mano en el corazón simulando un ataque al corazón. No se trata de una alucinación, quizás una pesadilla, pero no es un sueño. Ahí estaba delante nuestro en medio de la plaza Colón, que está situada al final de la calle Génova, la enorme bandera del Estado Español, ondeando al viento, inmutable. En fin, que aunque piense internamente que se trata más de una reliquia del pasado que otra cosa, no hay más remedio que aguantarse.
Continuamos caminado y pasamos delante de la Audiencia Nacional que está justo en la otra esquina delante de nuestras oficinas en Madrid. Estarán distraídos los compañeros/as de las oficinas viendo tanto energúmeno entrar y salir. Cruzamos la calle, justo cuando el civismo aprendido hace años hace acto de presencia y ese señor de color verde nos da el pistoletazo de salido. Alzamos la mirada y vemos unas compañeras en los cristales saludando tan efusivamente con las manos que sufro por ellas no sea que se disloquen una muñeca.
Entramos en el portal del edificio de las oficinas nuevas y nos identificamos a la chica que hay en el mostrador de recepción junto al guarda de seguridad. En mi cabeza se cruza la imagen de la entrada del edificio de las oficinas de Barcelona. Y llego a la conclusión que son la noche y el día. En las de Barcelona puedes entrar tranquilamente vestido de cuero negro a lo Matrix, atiborrado de armas cómo en la película, que la única persona que hay en recepción o bien no está en su puesto o en caso que esté no levanta la mirada de la revista que está leyendo ni para darte los buenos días. Desde hace poco que me apasionan las matemáticas, así que hago números con la cabeza, y sin ser un matemático reputado, llego a la conclusión que aunque se lea todas las revistas del corazón que hay en el mercado, ocho horas de turno al día dan para más. Ergo, estoy convencido que las debe de releer varias veces al día cada una de ellas, porque si no la verdad es que no lo entiendo.
Volvamos a Madrid. Nos dan los pases de entrada con un trato excelente en amabilidad y en ese instante entra una compañera de las oficinas y nos saludamos con los besos sinceros que la ocasión requiere. Lo dicho antes, la noche del día. El ascensor es mucho más rápido que el de Barcelona, y me consuelo pensando que los tres ascensores de Barcelona están gestionados por seis u ocho indocumentados alzando las cabinas a pulso en un complicado entramado sistema de poleas, ya que de no ser así soy incapaz de justificar de forma tecnológica como puñetas puedes estar 4 min esperando alguno de los tres ascensores que hay en un edificio de sólo siete plantas. No lo entiendo, pero como hay muchas cosas que no entiendo en esta vida tampoco me caliento la cabeza.
Abrimos la puerta de entrada a las oficinas nuevas y empezamos a saludar efusivamente a todo el mundo con dos besos. Les pido otra ronda de besos a las chicas, ya que no muy a menudo tengo la suerte de besar a tantas chicas y que encima se alegren de verme.
Les contamos, algo avergonzados, nuestra pequeña odisea en Barajas, y se ríen, algo lógico, yo haría lo mismo en su lugar incluso con alguna carcajada que otra. Nos presentan a las nuevas incorporaciones al equipo y les damos nuestra más sincera y calurosa bienvenida. Y por supuesto conectamos de seguida.
Diez minutos después nos piden nuestra atención, se hace el silencio general en la sala y empieza el acto de inauguración propiamente dicho. No voy a extenderme en explicar el discurso que realizó el Director General de nuestra compañía, sólo remarcar que fue corto, formal, y ameno. Alzamos nuestras copas de cava y brindamos. Empiezan a aparecer camareros/as con bandejas de comida y bebida. Miro el reloj. Las siete de la tarde, buena hora para empezar a beber. Primera bandeja de bebida, escojo algo con alcohol, una copa de vino tinto. Empiezo a atacar al jamón, a las croquetas, a los pinchos de tortilla de patatas, y un largo etcétera de manjares en forma de pinchos o canapés que nos pasan por delante. Vuelve el camarero con la bandeja de bebida y le pregunto sin reparos cual de las copas lleva alcohol, pero me contesta que ninguna, aunque ahora me traerá una cerveza. Asiento con la cabeza y una sonrisa tipo el Joker, y no me atrevo a pedirle si puede ser un gin-tonic de Tanqueray, pero no quiero ser descortés aunque hoy interprete el papel de informático desenfadado.
Nos ponemos a hablar un grupo de 5 personas riendo y comentando anécdotas del trabajo, pasando cada dos por tres las chicas con las bandejas de comida. Ha estas alturas ya llevo unas cinco copas, el almuerzo, la comida y la merienda en el estómago en forma de canapés y pica pica.
Bandeja de bebidas por el flanco derecho, estiro el brazo con firmeza, elegancia y una rapidez que haría palidecer al mismísimo David Copperfield, ya que el incauto camarero le ha desaparecido una copa de la bandeja y no se ha dado cuenta. Esbozo una sonrisa de villano de película de los años 60 de serie B, cómo esos científicos que salían que habían descubierto el secreto de la alquimia al lograr transplantar un cactus de una maceta a otra pero de espaldas y sin mirar...
(continuará...)