Nubes oscuras, amenazaban en dejar caer una de esas típicas tormentas de verano, que tanto gustan a las personas que ya han finalizado las vacaciones porque refrescan algo, si cabe, el ambiente, pero que tanto asustan a aquellas que las acaban de empezar, sobretodo por la enorme cantidad de agua que cae en poco rato y el daño que suele provocar y la posibilidad de estarse unos días sin poder ir a la playa.
Se ha pasado todo el reciente fin de semana de este modo, que si llueve o no llueve, que si hace frío o rachas de sofoco. Ayer Lunes de vez en cuando aparecía una nube oscura pero predominó el sol, y en cambio hoy Martes ha empezado igual que antes de ayer, de ese mismo modo, con el viento suave pero constante, moviendo las nubes grises de un lado para otro, convirtiéndolas en nubecitas de un color cada vez más blanco, otras más gris y dejando que el sol no hiciese su habitual acto de presencia.
Tengo ganas de ver el verano acabar con su mini imperio para que deje su poder al otoño. No puedo con el calor, me agota las neuronas, no me deja dormir bien, y paso más por la ducha que un nadador saltando desde un trampolín. Lo odio, y no puedo evitarlo, nunca me ha gustado el calor y el sofoco veraniego. Prefiero mil veces la primavera y por supuesto el invierno o el otoño, incluso me atrevería a decir que las películas que por un motivo u otro están ambientadas en un lugar antártico, o de temática de nieve, me relajan hasta cotas insospechadas.
Con los años he llegado a odiarlo más y más, deseando tener dinero para pasarme las vacaciones de verano en algún paraje del norte del planeta, visitando los parajes helados de Islandia, o Copenhague, incluso me he imaginado más de una vez visitando en una jornada de puertas abiertas las instalaciones de Papa Noel en Laponia, dando de comer a Rudolf y sus amigos renos. Me había incluso hecho la ilusión de pequeño que me tocaba un ticket dorado como el de la Fábrica de Chocolate para ver el mundo fantástico del Sr. Wonka, transformado en Santa Claus.
Demasiada literatura infantil de pequeño, lo sé, soy consciente de ello, pero no os quiero ni contar lo que me llegué a imaginar cuando me leí por primera vez el fantástico libro: “Jim Boton y Lucas el maquinista” de Michael Ende, mi libro favorito durante muchos años, lo releí infinidad de veces. Aún hoy conservo esa devoción por las locomotoras de vapor, por los viajes en tren, por el ruido de los raíles, y el silbato del jefe de estación. Cosas que hoy soy consciente que no existen por desgracia, pero que me gusta imaginarme para volver a tener esa sensación de el viento y ver el bucólico paisaje por la ventana.
Para ser fieles a la verdad cualquier novela de Roald Dahl por ejemplo también me evocaban sueños de mundos fantásticos dónde tener miles de aventuras. Sólo espero transmitirle eso mismo a mi hija pequeña, mi tesoro, mi auténtico y único tesoro. Me parezco a Gollum lo sé, pero al igual que mi sentimiento contra el verano, el amor por mi hija es inigualable. Le compré porque así me lo pidió mi pitufa, el primero de los libros de Las Crónicas de Narnia, y cuando está conmigo cada dos fines de semana, antes de irse a dormir lo leemos un rato.
Le gusta que le cuente un cuento para dormir, y escuchar mi voz hasta que coge el sueño. Y a mi me encanta poder leerle para que sus sueños sean felices, y si con eso se relaja escuchando mi voz y le hace dormir mejor, no dejaré nunca de hablarle, ni de estar a su lado, ni de hacerla crecer, para que cuando sea mayor nunca se refugie en el pasado, y tenga mecanismos mentales para que pueda escoger ella misma la mejor opción en cada situación de su vida, siempre estaré ahí, a su lado. Eso quizás sea lo único que tengo muy claro del futuro, lo demás lo dejo al tiempo, y a las señales, para que mi libro vital se escriba cada día con una nueva frase, con una nueva aventura.
Se ha pasado todo el reciente fin de semana de este modo, que si llueve o no llueve, que si hace frío o rachas de sofoco. Ayer Lunes de vez en cuando aparecía una nube oscura pero predominó el sol, y en cambio hoy Martes ha empezado igual que antes de ayer, de ese mismo modo, con el viento suave pero constante, moviendo las nubes grises de un lado para otro, convirtiéndolas en nubecitas de un color cada vez más blanco, otras más gris y dejando que el sol no hiciese su habitual acto de presencia.
Tengo ganas de ver el verano acabar con su mini imperio para que deje su poder al otoño. No puedo con el calor, me agota las neuronas, no me deja dormir bien, y paso más por la ducha que un nadador saltando desde un trampolín. Lo odio, y no puedo evitarlo, nunca me ha gustado el calor y el sofoco veraniego. Prefiero mil veces la primavera y por supuesto el invierno o el otoño, incluso me atrevería a decir que las películas que por un motivo u otro están ambientadas en un lugar antártico, o de temática de nieve, me relajan hasta cotas insospechadas.
Con los años he llegado a odiarlo más y más, deseando tener dinero para pasarme las vacaciones de verano en algún paraje del norte del planeta, visitando los parajes helados de Islandia, o Copenhague, incluso me he imaginado más de una vez visitando en una jornada de puertas abiertas las instalaciones de Papa Noel en Laponia, dando de comer a Rudolf y sus amigos renos. Me había incluso hecho la ilusión de pequeño que me tocaba un ticket dorado como el de la Fábrica de Chocolate para ver el mundo fantástico del Sr. Wonka, transformado en Santa Claus.
Demasiada literatura infantil de pequeño, lo sé, soy consciente de ello, pero no os quiero ni contar lo que me llegué a imaginar cuando me leí por primera vez el fantástico libro: “Jim Boton y Lucas el maquinista” de Michael Ende, mi libro favorito durante muchos años, lo releí infinidad de veces. Aún hoy conservo esa devoción por las locomotoras de vapor, por los viajes en tren, por el ruido de los raíles, y el silbato del jefe de estación. Cosas que hoy soy consciente que no existen por desgracia, pero que me gusta imaginarme para volver a tener esa sensación de el viento y ver el bucólico paisaje por la ventana.
Para ser fieles a la verdad cualquier novela de Roald Dahl por ejemplo también me evocaban sueños de mundos fantásticos dónde tener miles de aventuras. Sólo espero transmitirle eso mismo a mi hija pequeña, mi tesoro, mi auténtico y único tesoro. Me parezco a Gollum lo sé, pero al igual que mi sentimiento contra el verano, el amor por mi hija es inigualable. Le compré porque así me lo pidió mi pitufa, el primero de los libros de Las Crónicas de Narnia, y cuando está conmigo cada dos fines de semana, antes de irse a dormir lo leemos un rato.
Le gusta que le cuente un cuento para dormir, y escuchar mi voz hasta que coge el sueño. Y a mi me encanta poder leerle para que sus sueños sean felices, y si con eso se relaja escuchando mi voz y le hace dormir mejor, no dejaré nunca de hablarle, ni de estar a su lado, ni de hacerla crecer, para que cuando sea mayor nunca se refugie en el pasado, y tenga mecanismos mentales para que pueda escoger ella misma la mejor opción en cada situación de su vida, siempre estaré ahí, a su lado. Eso quizás sea lo único que tengo muy claro del futuro, lo demás lo dejo al tiempo, y a las señales, para que mi libro vital se escriba cada día con una nueva frase, con una nueva aventura.
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