--Buenas noches, ¿es usted Julius Thomas? –preguntó la voz de un hombre con un tono natural y tranquilizador-.
--Sí, en efecto–respondí secamente sin haber mirado aún el reloj de la mesita-.
--Disculpe que le llame a estas horas de la madrugada, no deseo extenderme, tampoco puedo contarle ningún detalle por teléfono, pero es muy urgente que nos veamos pasado mañana, el viernes a las diez en la terraza del café Zurich, en la parte que da a la entrada del centro comercial delante de las Ramblas, si no tiene inconveniente, claro. Repito que es imperativo que podamos vernos, es de vital importancia para usted, su futuro esta en juego y debo prevenirle.
--¿Sabe que hora es? -pregunté sin esperar una respuesta y sin haber prestado demasiada atención a sus últimas palabras- porqué motivo debería de hacerle caso y aceptar su invitación –le respondí más enfadado que al principio-.
A medida que pasaban los segundos la situación empezaba a ponerse más tensa por mi parte. Por mucho que intenté hacer el esfuerzo, era incapaz de comprender esa extraña llamada. Eran casi las 4 de la madrugada y las dos noches anteriores me había costado conciliar el sueño, tanto viaje últimamente me estaba agotando más de lo habitual, y esa llamada inesperada me había roto lo poco que me quedaba de esta.
--Puedo saber quién es usted… -hice una pausa para poder coger aire, me había quedado con los pulmones vacíos-, porque quiere verme… ¿A qué viene tanta urgencia?.
--¿Está seguro que no le suena mi voz?, ¿no sabe quién soy?, ¿lo dice en serio? –se preguntó el hombre, muy sorprendido, como si en verdad hubiera tenido la obligación de reconocerle-.
--Tan en serio como que voy a colgar el teléfono.
--Espere,… espere,… por favor…, déjeme que le explique –dijo rápidamente, evitando así que colgara-. ¿Verdad qué últimamente se le repite un sueño, el mismo sueño para ser exactos?, ¿en el sueño aparece un caja de madera con una palabra de un color azul dorado en un lateral y está repleta de jeroglíficos parecidos a los egipcios?.
En ese instante se hizo un rotundo silencio a ambos lados de la línea telefónica, sólo se oía la respiración rítmica de aquel hombre y la mía, bastante más entrecortada y nerviosa. Lo que me sorprendió más, no fue la llamada en sí, sino el detalle que preguntase por el sueño, por un sueño que no había contado a nadie y que desde hacía tres meses se me repetía constantemente cada noche, incluso empezaba a tenerlo de día, de camino al trabajo, o tomando un café en cualquier lugar. Siempre era el mismo y siempre empezaba igual, como si eso quisiera decir algo, algo que no comprendía de momento.
En el sueño se veía el pueblo de Nag Hammadi cerca de la actual Luxor, la antigua Tebas que un día fue la capital del país, situado en el desierto occidental del Alto Egipto. Me encontraba paseando por el pueblo, sin un rumbo prefijado, en tercera persona, cómo si fuera el protagonista y me encontrase sumergido en la acción, como si en realidad estuviera ocurriendo semejante barbaridad.
Era la época del Faraón de la Dinastía I, en el reinado de SEMERJET, hacía el 2902 a.C., después de la reciente muerte del Faraón ANEDJIB. Fue en ese rincón donde oí por primera vez la palabra Safalahar. En mi cabeza podía escuchar perfectamente una voz suave que me repetía en todo el momento esa misma palabra, como su fuera un susurro, como un secreto de algo que me sería revelado en un futuro próximo.
Provenía, por lo que descubrí más tarde, de una lengua que se había hablado en alguna ocasión en UR, cuna de las primeras civilizaciones del ser humano, pero que provenía no se sabe de que época exacta del pasado de la humanidad. No había nada oficial al respecto, en los libros de texto tradicionales no aparecía en ningún párrafo que hubiera existido esa lengua o dialecto, y mucho menos que se hablase en Ur.
Era uno de los veranos más calurosos que se recuerdan en la región. En el pueblo no se hablaba de otra cosa, por lo visto un pastor había encontrado la entrada de una cueva en unas rocas, cerca del poblado y había cogido de su interior una cajita pequeña del tamaño de un coco y llena de inscripciones que no conocían, que no eran suyas, que no parecían ni ser egipcias. Ninguno de los ancianos del lugar podían descifrar lo que parecía una palabra en uno de los costados, en cambio, los jeroglíficos, aunque de un modo muy tosco, y lo más probable, nada fidedignos, lograron traducir algunos fragmentos, que más tarde con la imaginación lograron unir para formar frases más o menos coherentes, o al menos esa era la intención de aquellos viejos que dominaban el arte de escribir y leer.
Miré hacia el techo, pensando que contestar. Suspiré varias veces sin tenerlo claro.
--Como le reconoceré. Llevará algo característico en estas situaciones, no sé, un periódico por ejemplo, o un libro en concreto, o lo típico del clavel en la chaqueta.
--No se preocupe, me reconocerá al momento, aunque no nos hayamos visto nunca, o al menos eso es lo que usted cree tan firmemente –contestó sin dar más explicaciones-.
Colgué el teléfono sin despedirme. Me senté en el borde de la cama, extrañado por la conversación, por sus afirmaciones, por el sueño. Respiré hondo para recuperar todo el aire que había dejado escapar instantes antes.
(Continuará...)
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